El misterio del coche rojo
Un domingo otoñal mi abuela nos invitó a mamá y a mí a su casa a ver una película las tres juntas. Plan de chicas. El abuelo y papá estaban fuera, habrían ido a ver algún partido de fútbol de aquellos que era impensable perderse y que les tenía "pre-calentando" desde los días previos. Llovía fino y las pocas hojas que quedaban en los árboles cumplían su última voluntad bailando antes de entrar a formar parte de una alfombra mustia y húmeda en las aceras, junto con el reflejo alargado de las farolas en el asfalto mojado. Mamá llevó una caja de los éclaires au chocolat favoritos de la abuela y yo estaba contenta de haber podido estrenar mis botas de lluvia en el trayecto de mi casa a la suya. Eran los años que vivimos en Barcelona y me encantaba tenerles tan cerca.
Jamás olvidaré cómo mi abuela abrió esa majestuosa puerta modernista de entrada. Estaba vestida como para una de sus recepciones especiales. Elegantísima con un vestido de seda hasta el suelo con flores exóticas, y había peinado exquisitamente su melena color plata (¿mi abuela había ido a la peluquería en domingo? ¿Había llamado a la estilista que venía a peinarla para las ocasiones especiales? ¿En domingo? ¿Para ver una película con nosotras? ¿Me tenía que sentir mal por ir con mis botas de lluvia?)
Mamá, tras besarla, dijo una frase que más tarde comprendería, pero en ese momento no hizo más que hacerme sentir más perdida todavía. Dijo: - ¡Uy, madre! ¡No sabía que hoy tocaba coche rojo!- y desapareció por los pasillos.
¿Coche rojo? ¿Ha dicho coche rojo? Lo que estaba claro era que me estaba perdiendo algo.
Mi abuela se agachó, me miró a los ojos ¡los suyos le brillaban mucho más que de costumbre!, y tras besarme (también se había perfumado para la ocasión) me dijo: -Manuela, cariño, deja tus botas aquí en la puerta.
Y la seguí en calcetines por toda la casa hasta la sala de la tele. La seda de su vestido ondeaba en los pasillos y las estancias haciendo un leve ruido. Un aleteo muy sutil y acompasado con el andar de sus zapatos de tacón – un tacón bajo, para la ocasión- ¡Parecía una estrella de cine!
- Abuela- le pregunté por el camino- ¿Cual es el coche rojo?- Pero no me respondió. Hice un listado mental de nuestros coches: nuestros, suyos y de conocidos, pero no recordaba ninguno rojo.
Entonces se reunió mamá otra vez con nosotras. Un momento… ¿Se había maquillado? ¡Si! A todas luces mi madre se había ido a poner guapa y sus ojos también brillaban de una manera inquietante. ¿Qué demonios les estaba pasando a las mujeres de mi familia?
Nos trajeron el tradicional té en mi juego de té favorito, en casa de mi abuela lo sabían: para Manuela, el de los animales, y los eclaires au chocolat que ataqué en el momento que nos volvimos a quedar las tres solas, pero ninguna me acompañó en ese acto tan nuestro de disfrutar los dulces franceses. Ellas estaban en otro sitio, en otra sintonía.
- Date prisa, mamá- le dijo mamá a la abuela.
Y era obvio que ella estaba muy muy de acuerdo en darle celeridad al acto, porque le dio al "play" y apagó las luces de la mesita auxiliar con un solo click. Nos quedamos en penumbras.
La respuesta a mi pregunta “¿Qué demonios les estaba pasando a las mujeres de mi familia?” la tuve a los pocos minutos, concretamente a los 7 de apagarse la luz. comenzamos a ver una película cuya primera imagen es una puesta de sol roja. Una mujer habla, pero no logro conectar con lo que dice. La primera frase que retengo y me atrapa es: "yo tenía una granja en África". En el minuto 7 aparece un actor rubio, y mi madre y mi abuela suspiraron a coro. Desde entonces no pararon de tener idéntica reacción cada vez que la bella cara del actor rubio ocupaba la pantalla.
Y debe ser algo genético porque yo también empecé a contener la respiración cada vez que aparecía ante nosotras. No sé si fue en esa ocasión o en otras similares, en las que nos quedamos solas las tres ante el actor guapo, en que dejé de ser espectadora y desee ser ella, la mujer que caía en sus brazos ante ese paisaje.
Es el día de hoy en que sigo soñando con que me reciten poesía mientras lavan mi pelo al atardecer. Así deberían de ser todas las pasiones, o acaso soy muy exigente. Esa tarde de fina lluvia otoñal, demasiado oscura para ser tan pronto, me regaló un anhelo que compartí con las mujeres de mi familia, y que de alguna manera despertó en mí a la mujer que soy. No creo que lo confesara en su día, pero de vuelta a casa solo pasaba por mi mente una frase, con los paisajes de África como telón de fondo: “Yo quiero ser besada por Robert Redford”.
Y esta frase, algo vulgar e inconfesable, fue el leitmotiv de mi primer -primero de muchísimos- viaje a África. Se podría decir que aquella tarde de otoño, y gracias a él, nació mi amor carnal, visceral, desgarrado e insaciable por ese continente salvaje.
Y también esa tarde fue mi primero de muchos viajes en “coche rojo”, como lo llamaban madre y abuela como contraseña. Lo de coche rojo no es más que un código interno entre madre e hija (y ahora también nieta) para regalarse (regalarnos) una tarde con Robert Redford (red, rojo. Ford, coche). Así de simple. Así de femenino. Así de familiar.
Así es como empiezan las historias más importantes de nuestra vida.