Colores envolventes

Hay quienes viajan de a destinos, proyectando en su mente la idea fija del puerto de llegada, como si eso lo hiciese materializarse más rápido. Pero hay una razón por la que aún no existe el teletransporte: la magia del desplazamiento oculta sorpresas y es a veces tan o más interesante que el destino al que queremos llegar. Sucede lo mismo con los libros. Están los que no se aguantan y se adelantan al final, arrancando el velo detrás del asesino de golpe, y estamos los que confiamos en la mano del escritor, que a su ritmo nos guía pacientemente por el bosque de la narración, permitiéndonos disfrutar del camino.

La alquimia que había obrado la foto en el libro de mi abuela palpitaba en mí con cada latido de mi corazón. Sabía que me encontraba frente a algo importante, algo que potencialmente podía cambiarme la vida. Así que, ya en Río, decidí acercarme a Petrópolis de a poco, tal y como Elizabeth, Lota o incluso mi abuela lo hubieran hecho. Por eso, a la hora de alquilar un coche, mi primera opción fue la de un descapotable, como el de Lota, para que durante el trayecto se abalanzaran los morros sobre mi campo de visión y el viento jugara con mi pelo, dándome la bienvenida.

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Una parada me esperaba antes de partir. Buscaba un talismán, un deseo de buena suerte que Río, con sus ruidos, su bullicio y su bossa nova, me dejara de regalo para acompañarme en mi búsqueda. No fue difícil encontrarlo. Caminando por las calles del centro me encontré con el Museu Nacional de Belas Artes y decidí entrar.

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Casi lo paso por alto, a pesar de sus casi dos metros de altura. Inmenso y envolvente. Las pinceladas del óleo, irreproducibles en cualquier foto, me envolvieron en un torbellino de texturas y colores que me transportó a otra época, otra vida y otra manera de ser. Cándido Portinari lo había logrado; me había cautivado con su escena de plantación de café. Me lo imaginé en 1951, regresando de su exilio, yendo a visitar a Lota y a Elizabeth y, quién sabe, sentándose a cenar en una de esas mesas inolvidables en las que entre sus comensales podría estar mi abuela.

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Sonreí. El verde, el amarillo, el salmón… sabía que de ahí algo bueno iba a salir. Tomé esos colores del cuadro y los fijé en mi mente, feliz de envolverme en una magia a la que aún no le encontraba una explicación. Quizás más adelante podría volcarlo al lino o al terciopelo y rendir homenaje a esas pinceladas tan únicas y tan imperdibles. Partí con esa misma sonrisa, lista para emprender el camino hacia Petrópolis, hacia Lota y Elizabeth y, sobre todo, hacia mi abuela.

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