Superpoderes

Superpoderes

Mi padre me enseñó a viajar, no solo porque su trabajo como diplomático nos obligaba a renacer en una ciudad nueva cada pocos años, sino que, no contento con eso, cada vez que el calendario ofrecía un período de tres días libres, a él se le disparaba el dedo índice sobre el mapa en busca de un lugar a donde escaparnos… y nosotros corríamos a escondernos debajo de la mesa. Vivíamos haciendo y deshaciendo maletas, y aunque pudiera parecer muy aventurero, a nuestros ojos de niños que aún no han aprendido a valorar el inmenso regalo que supone el viajar, era motivo de broncas y motines... de corta duración, claro.

La encargada de acabar de apagar el fuego entre los bandos era mamá, que entraba en nuestro cuarto antes dormir, se colaba en alguna de nuestras camas y nos contaba a modo de consuelo, lo rara que fue su declaración cuando eran novios:

- Julita- le dijo mi padre clavando la rodilla en el suelo- ¿quieres viajar conmigo hasta que nos hagamos muy viejos?

Y ella, que sabía que es imposible ponerle puertas al campo, entendió que ese ofrecimiento sería lo más parecido a una de declaración por parte de ese espíritu errante, que era el hombre del que estaba enamorada. Dijo que sí sin dudarlo, seguía sintiendo un vuelco en el estómago cada vez que él doblaba la esquina y se acercaba al bar donde ella le esperaba cada mañana. Esa mezcla de rebeldía y saber estar no abundaba por los círculos en los que se había movido desde pequeña y el hecho de saber que podía desencorsetarse sin que ello significara irse con el primer motero que le robara el corazón, le hizo reconciliarse con el estilo de vida refinado en el que había sido educada. Lo de viajar tampoco le venía de nuevas, al fin y al cabo, su infancia también había sido nómada en casa de sus padres, mis abuelos. 

Al poco tiempo empezamos a llegar nosotros, que aportamos caos, llantos, desorden y una revolución en todos los hábitos y buenas costumbres de mi hogar (fuera donde fuere que estuviéramos viviendo), pero nunca se puso en tela de juicio el primer mandamiento del techo bajo el que nacimos: “viajaremos juntos”. Mi padre consiguió hacer de la diplomacia (séptima generación de diplomáticos), una anécdota, y de nuestra familia, un continuo campamento. ¿Cómo pretendíamos cortarle las alas a un hombre que las llevaba puestas como pancarta y formaban parte de su declaración de derechos fundamentales?

Viajamos juntos hasta que fuimos lo suficientemente mayores como para que todas las partes aceptasen, e incluso prefiriesen, de mutuo acuerdo, viajar por separado. Ley de vida. Con el tiempo mis hermanos sembraron raíces. Yo nunca. Corrijo. Yo las sembré y las siembro cada día en todas partes.

Mi padre me enseñó a hacerme el equipaje en tiempo récord, a no temerle a los destinos, a tirar de instinto, de brújula y de pasiones; a desarraigarme, a que no me doliera tanto arrancar las incipientes raíces que luchaban por agarrarse al nuevo puñado de tierra. Me enseñó también a ser precavida con los prejuicios a las nuevas personas y lugares, y darles una oportunidad (de al menos una semana) para que surgiese la magia. “¿Qué magia, papá?”, le decía yo apretando los dientes mientras las lágrimas me bañaban la cara. “Dales tiempo para sorprenderte”. Lo curioso es que, por más hostil o feo o frío o sucio que me pareciera mi nuevo entorno, siempre surgía un rincón, una música, un amigo nuevo, que me hacía empezar a brotar de nuevo. Con las personas pasaba lo mismo; los prejuicios que en un principio me hacían pensar que jamás me entendería con mis nuevos compañeros, vecinos o inquilinos, caían a pedazos cuando, pasada la semana de adaptación, empezaba surgir esa magia de la que él hablaba. Con el tiempo he desarrollado el músculo y hoy tengo un radar para las virtudes (y de defectos, por supuesto), y sé qué lente ponerme ante cada individuo. Con esa herramienta puedo viajar por todo el mundo sin necesitar mucho más.

Por eso, el pasado lunes, día del padre en España, quise recordar su mejor regalo a mi vida. Gracias por tu prudencia, tus mapas y tus maletas, papá. Y por regalarme tus superpoderes para detectar el bien en todas las personas. El mejor superpoder que hubiera podido imaginar jamás.

 

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