Mezclas para la eternidad
Hay veces en que las fusiones convierten algo en inolvidable.
Ishi fue el último cojín en incorporarse a California 1960, detalle que hacía honor a su nombre. La muestra llegó una tarde del taller. Todos nos reunimos alrededor de ella, apreciando su textura con los dedos y acariciando los detalles de sus plumas.
-¿Cómo podemos llamar a este modelo? - preguntó Martina.
Todas las cabezas se volvieron hacia mí.
Tardé un poco en contestar, pues tenía varias ideas y nombres que volaban por mi cabeza, hasta que al final me decanté por una.
-Me gustaría llamarle Ishi, como el último nativo americano.
Y, con eso, comencé a recordar nuestra llegada a Palm Springs.
Un poco más de dos horas nos llevó atravesar Los Ángeles y rodear al Monte San Jacinto hasta llegar a Palm Springs. La expectativa ya se podía percibir en nuestros gestos y en nuestras expresiones: el destino ya casi estaba sobre nosotros. Las mismas palmeras y el mismo desierto que observábamos al avanzar con el coche terminarían coincidiendo con los de la casa Kaufmann, y con aquella foto mítica de Slim Aarons. Ya nos habíamos encontrado con Dorothea Lange, su desierto y su legado. Ahora restaba finalizar el viaje.
El modernismo era moneda corriente en Palm Springs. Parecía un museo gigante, donde cada casa, obra de algún artista de la arquitectura, estaba perfectamente conservada. Max se reía de mí, pues yo me pasaba pidiéndole que detuviera el coche para poder hacer fotos a las fachadas de los edificios.
La carretera estatal número 111 nos hizo encontrarnos con la Tramway Gas Station. La gran forma triangular de su techo proyectaba una larga sombra sobre el piso, sobre el cual se alzaba a lo lejos la montaña.
Esta vez no tuve que pedirle a Max que detuviera el coche. Disminuyó la marcha como si me hubiera leído el pensamiento. Mientras nos dirigíamos a la puerta principal caminando, me tomó la mano y le sonreí.
La antigua gasolinera hoy funcionaba como un centro turístico. Postales y souvenirs se acumulaban en estantes de madera. Sobre una de las ventanas del lugar se alzaba una vitrina, con un cartel metalizado que leía Palm Springs Modern. Dentro había viejos mapas y postales de casas icónicas de la arquitectura modernista. Me detuve frente a una fotografía en blanco y negro, que mostraba a varias mujeres sonriendo ante la cámara.
-¿Puedo ayudarla en algo, señorita? - me preguntó el dependiente en un acento inglés sureño. Me hizo sobresaltar.
-¿Quiénes son esas mujeres de aquí? - le pregunté, señalando la fotografía.
Se acercó y se colocó las gafas. Frunció el ceño mientras veía lo que le apuntaba, hasta que al fin hizo un gesto de reconocimiento.
-Muchos vienen aquí por los grandes arquitectos y los entiendo. Frey, Le Corbusier, Neutra… todos han dejado una huella aquí. Pero ellas fueron las que hicieron posible que estos hombres pudieran desarrollar su profesión. A mí me gusta llamarlas las arquitectas del destino de Palm Springs.
Y me contó la historia de los Cahuilla de Agua Caliente.
La tierra y sus historias eran la único que los indios podían dejar a sus descendientes. Esto era una simple y triste realidad. Tal era así, que el Congreso norteamericano había aprobado una ley para proteger estos espacios, en la que quedaba terminantemente prohibido el arrendamiento de tierras indígenas a terceros por más de cinco años. Se trataba de un acto noble, pero solo en apariencia. Las riendas sueltas del capitalismo habían provocado que los grandes empresarios y magnates inversores huyeran con sus proyectos a tierras más rentables, donde los años de arrendamiento no estuvieran tan estrictamente regulados.
-Y fueron estas señoras, Laverne Miguel Saubel, Elizabeth Monk, Gloria Gillette, Eileen Miguel y Vyola Ortner que decidieron hacer algo al respecto.
Max se había acercado a nosotros cuando nos vio conversando y escuchaba la historia con la misma atención que yo.
-¡Pero esa ley los estaba protegiendo! - objetó.
-Claro, pero al punto del perjuicio. Los Cahuilla pasaban hambre. Y sumado al extremo racismo que existía en la época, poco podían hacer para conseguir alimentar a sus familias. Fue Vyola Ortner, jefa del Consejo de Cahuillas, quien se puso el proyecto al hombro. Y lo logró. En 1957, gracias a sus impulsos, la legislación se cambió. Los indios podrían arrendar sus tierras para usufructo hasta por 99 años. Y en los 60, unos pocos años después, comenzaron a surgir estas impresionantes construcciones.
-¿Cómo lo hizo? - pregunté.
-Bueno, ella siempre dijo que “ser mestiza ha sido bueno para mí”. Se sentía privilegiada, porque veía el hecho de que su padre fuera americano y su madre Cahuilla la hacían parte de ambos mundos. Entonces eso la convertía en la perfecta intermediaria.
***
-¿Ishi era de Palm Springs? - preguntó Sofía, curiosa.
-No, Ishi pertenecía a los Yahi, que vivían más al norte de California. La zona de Agua Caliente, de Palm Springs, pertenecía a los Cahuilla.
-¿Y por qué ponerle Ishi a este cojín y no un nombre de los Cahuilla? - preguntó Joaquín.
-Porque Ishi nunca pudo decir su nombre. A Ishi se lo conoce como el último nativo americano. Los Yahi, su gente, tenían una vieja costumbre: nadie podía revelar su nombre propio salvo que otra persona de su misma tribu los presentara personalmente. Pero como Ishi era el último Yahi, nunca pudo decir su verdadero nombre. Ishi, en su lengua, significa “hombre”. Y por eso quiero homenajearlo. Porque las mezclas, cuando funcionan, deben siempre homenajear a su pasado.