El Baobab de Navidad
Esta historia la empiezo en los brazos de Fatou, una mujer africana de 20 años. Las mujeres africanas, y los africanos en general, no abrazan, pero yo tampoco suelo derrumbarme ni romper a llorar y menos en este continente, donde la tierra te trasmite constantemente un fuego vital casi incompatible con la flaqueza. Sin embargo, una serie de circunstancias me llevaron a romper a llorar delante de ella, y otras circunstancias la llevaron a ella a abrazarme para consolarme, para descubrirme así el principio de una hermandad que durará toda mi vida. Caparan, un lugar en el mundo donde tengo otra familia, una que apareció en una noche en la que no debía estar allí. Una noche en la que estaba perdida, y sin embargo me encontré.
Yo había salido esa mañana de Cap Skirring, costa suroeste de Senegal, rumbo a Banjul, aeropuerto de Gambia, para coger un vuelo que me llevaría a casa por Navidad, sí, como el turrón. Había calculado el tiempo con mucho margen, conocedora de las carreteras y los tempos africanos, para llegar cómodamente a mi vuelo que salía poco antes de media noche. El trayecto a cubrir era de 4 horas, y ya estábamos por transitar la tercera, cuando el coche decidió pararse, chin pum, sin previo aviso. Babucar, mi conductor autóctono, me miró y, a capó abierto, me enseñó las palmas de sus manos, elevó los hombros en un gesto de “no puedo hacer nada”, y me dijo “twenty years. Vingt ans” mientras apuntaba con la barbilla al vehículo que, en efecto, tenía veinte años muy mal llevados.
La paz interna a la que apelé en un primer momento, sabedora de que siendo las cuatro de la tarde podíamos permitirnos un pinchazo y dos, y aún así llegaríamos a destino en hora, había empezado a crisparse igual que mi pelo, que bajo el sol senegalés y la tierra del camino adoptaba formas escultóricas. El coche había decidido morir, y no había ningún otro que se cruzase con nosotros para llevarme a mi avión, ni a ningún otro sitio.
Entonces no sabía muchas cosas que supe después.
Que el lugar donde habíamos detenido nuestra marcha por fuerza mayor se llamaba Caparan.
Que en Caparan no hay coches. Ni uno. No los hay.
Que por rencillas políticas entre antiguas colonias no está permitido circular en automóvil a partir de las siete de la tarde.
Que de repente caería en la cuenta de que no podría coger mi vuelo de vuelta a casa y que tendría que esperar al siguiente, que no saldría hasta una semana más tarde, y que a pesar de ser adulta, con experiencia, y de haber viajado por medio mundo, me sentiría desamparada.
Que a las seis de la tarde un grupo de Viajeros Voluntarios volvería del dispensario tras otra ardua jornada construyendo La Casa de Maternidad para las mujeres del poblado, y me subirían a su coche e intentarían animarme.
Que al único sitio que me llevarían, en lugar de a mi avión, sería delante del sabio de la aldea, que es lo primero que hay que hacer siempre que llegas a un pueblo en África.
Que tendría que decirle a ese hombre sabio, en francés básico y con un nudo en la garganta, que muchas gracias por su hospitalidad pero que era 23 de diciembre y yo me quería ir a mi casa.
Que ante esa eminencia no lloraría, pero que lo haría poco después, cuando Fatou, la mujer que me abrió las puertas de su casa, me cedió un cubo lleno de agua para ducharme y un vestido africano de bella tela teñida por ella misma.
Que esa mujer nacida en el corazón de África, destinada a casarse a los 16 años, se habría revelado contra su destino, y a sus veinte buscaría, como yo, su lugar en el mundo.
Que, a pesar de que los africanos no se abrazan, Fatou habría aprendido a abrazar al encontrarse con un corazón desnudo y sincero, y que tras un abrazo que duraría 20 segundos me susurrara: “tranquila, aquí tendrás tu segunda familia”.
Que en ese lugar perdido del mundo, tras llorar como una niña pensando en esa mesa navideña con toda mi familia esperándome en Barcelona, empezaría la fiesta, porque cuando un foráneo llega a un poblado por primera vez, se le hace una fiesta de bienvenida con bailes y música.
Que esa noche aprendería sus canciones dedicadas a la vida y a la naturaleza, y que ellos aprenderían a cantar nuestros villancicos y que, bajo un Baobab gigante, el pueblo Caparan y yo nos sentaríamos en círculo a contarnos historias y, aunque no me gusta hablar en público, me sentiría inesperadamente cómoda y les contaría cómo festejamos en casa estas fechas tan especiales. Lo que comemos, cómo nos vestimos, cómo decoramos un árbol con bolas y estrellas de colores y cómo éste amanece lleno de regalos al día siguiente gracias a un hombre gordo y barbudo vestido de rojo llamado Papá Noel. Eso a los niños les haría muchísima gracia. Qué belleza verles reír así.
Al volver a casa de Fatou, pequeñas bajo ese cielo infinito, vimos una estrella fugaz a la que le pedí que cuidase a mi nueva familia en África y también vimos un avión surcando el cielo a lo lejos. Eran poco más de las doce. Sería el mío. Pero ya no sentí pena. África otra vez me había sacudido el alma.
A la mañana siguiente me esperaría otro gran regalo que acabó de confirmarme que el accidente con el coche no fruto fue del azar. Fatou me cubrió los ojos y me llevó a través de las calles del pueblo. Los niños nos iban rodeando y se reían como campanillas. Algunos recordaban trozos de mis villancicos. Me descubrió los ojos delante del árbol, testigo de las historias de la víspera, y me lo encontré decorado de arriba a abajo con bolas y estrellas hechas de madera, telas de colores y semillas. Los niños reían y señalaban lo que habían estado trabajando desde tan temprano. El pueblo entero se había volcado en darme una sorpresa, el mejor regalo que podía recibir.
El baobab de Navidad.