El arte de perder
Cuántas veces no habré perdido entre los cojines del sofá el juego de llaves, el mando de la tele, una goma de pelo, monedas, canicas...
Hace poco, buscando por todos los posibles rincones de casa mi móvil (extraviado, despistado, por enésima vez), sonreí recordando el poema de Elizabeth Bishop en el libro “Flores raras”... y sorprendente me vino la voz de mi abuela.
Paré en seco. El cruce entre la poetiza y mi abuela obró una alquimia que me transportó a su sofá en su casa de Barcelona, mientras buscaba mis juguetes (extraviados, despistados, por enésima vez) ella recitaba:
No es difícil dominar el arte de perder:
tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas,
que su pérdida no es ningún desastre.
Perder alguna cosa cada día. Aceptar aturdirse por la pérdida
de las llaves de la puerta, de la hora malgastada.
No es difícil dominar el arte de perder…
¡Por eso me resultaba tan familiar todo lo que el recorrido de mis ojos por las páginas de mi nuevo libro me mostraba! Mi sangre ya había estado allí. ¡Mi abuela era fan de la Bishop!
De un respingo fui a por la caja de libros rescatada hace años de su biblioteca. Allí tenía atesorados los que habían sido sus libros de cabecera. Estaba convencida que ahí la encontraría.
Abrí la caja y navegué por los títulos: Woolf, Dickens, García Márquez… a medida que acariciaba los lomos pequeñas imágenes de mi abuela leyéndolos me golpeaban con la frescura de olas de mar. Fue entre esos recuerdos y esa fragancia a páginas de papel que lo encontré. Geography III de Elizabeth Bishop. Allí estaba, como esperándome.
Tomé el ejemplar y tracé con mis dedos el dibujo de la portada. Parecía como si aquel globo terráqueo y aquel astrolabio quisieran susurrarme algo. Lentamente abrí la portada, que se quejaba feliz por el desuso, y navegué por sus páginas hasta encontrarlo. One Art. Inspiré y lo leí en voz alta; mi abuela más presente que nunca. Sonreí y abracé el libro.
Solo cuando abrí los ojos nuevamente me di cuenta de que algo se había caído de entre las páginas. Dos cosas descansaban en el piso y al verlas pude sentir una premonición de que me encontraba frente a algo importante.
Las tomé con sumo cuidado, temiendo que se rompieran. Una hoja, arrugada y atropellada por el paso del tiempo, se sumaba a una pequeña fotografía instantánea en donde se veía a un puente atravesando unas colinas. Abajo, con la inconfundible letra de mi abuela, se leía: “Brasil, 1951”. ¿Sería…?
Como atada por un hilo invisible, como atraída por el más potente de los imanes, entendí hacia dónde mi destino clamaba a gritos que me dirigiera. Petrópolis me estaba esperando.