El día que me llegó un paquete del tamaño de una caja de zapatos con remitente anónimo procedente de Begur tuve un presentimiento de que algo estaba a punto de cambiar la trayectoria de mis días.
Cuando abrí el paquete y descubrí en su interior decenas de pequeños cajitas de madera, naufragué por el desconcierto durante unos segundos, y cuando empecé a abrirlas y a encontrarme con un botón verde botella con bordes dorados, una barra de labios seca y gastada color fourious kiss, una piedra de bisutería en forma de diamante... supe que ella se había ido y algo en mí me pidió volver.
Benita trabajaba en casa de mis abuelos desde siempre, era como una tía para mí y su forma de carcajearse con todo el cuerpo me hacía doblarme de la risa hasta llorar. Mientras preparábamos el relleno de las croquetas, pelábamos patatas para la tortilla o picábamos verduras para la paella, ella me contaba historias, que yo absorbía con fascinación. Siempre tenía anécdotas y cotilleos, pero sus ojos brillaban de una forma especial cuando recordaba la década dorada de hotel que coronaba nuestra cala, el Cap Sa Sal.
Cuando todos se iban a dormir, ella preparaba chocolate fresquito para las dos, encendía unas velas y traía con sumo cuidado una cajita de madera forrada de terciopelo por dentro. Siempre eran distintas y cada una llevaba una historia, la que se escondía tras cada uno de esos objetos que habían pertenecido a sus adoradas estrellas: actores, actrices, directores de cine, cantantes, pintores, escritores...
El hotel no permitía a las camareras quedarse con objetos de valor o prendas que claramente habían sido olvidadas y que el cliente podía llegar a reclamar, pero Asun, que era rápida, observadora, y muy locuaz, dejaba caer en su bolsillo los tesoros que ya nadie reclamaría, por rotos o viejos, pero que a ella le daban media vida una vez que ese amuleto llegaba a su nueva destinataria: Benita, su amiga del alma.
Camino de vuelta a casa Asun hacía una parada obligada para tomarse un café con Benita, la ayudaba a plegar las sábanas de lino tendidas al sol, y si había habido suerte al recoger las habitaciones, sacaba con emoción contenida el nuevo tesoro junto con su historia, y si no la había, se la inventaba. Benita era tan feliz con sus relatos que nunca se planteó si éstos habrían llegado a ser ciertos. Estoy convencida de que hubiera preferido siempre la mentira a dejar de tener estos viajes al universo de la farándula.
Con todas las cajitas abiertas frente a mí y mi tata en todos los rincones de mi mente y mi pecho, decidí que ya era hora de volver. Volver a constatar que sin Benita ni mis abuelos el paisaje seguía estando en su sitio. Quise volver a sentir mi mar como lo sentía entonces y renovar las fotografías en mi memoria.
Resultó ser un viaje mucho más largo de lo que imaginé en un primer momento.