Siempre he sido una entusiasta de las series. Admiraba esa capacidad de intoxicar al espectador; de hechizarlo con una historia con sus personajes al punto de provocar un estado de espera febril entre un capítulo y el siguiente. Casi sin quererlo, parecía haber logrado ese mismo efecto con mi equipo: muy a su pesar, el destino al que llevé a Max permaneció sin desvelar durante las fiestas. Hubo quejas y peticiones, pero el “pause” quedó en su lugar, inmóvil, y no tuvieron más remedio que respetar los tiempos y silencios de su narradora.
No es que disfrutara de guardar el secreto, claro que no. Quería encontrar una foto especial con la que contarles el siguiente capítulo de esta historia californiana, incluso a sabiendas de que tanta espera pudiera provocar el efecto contrario: la pérdida de fuelle en mi pequeño público entusiasta. Para ello, tuve que revisar antiguos cuadernos, diarios y dibujos. Los que conocen mi capacidad soñadora saben que eso es un arma de doble filo, ya que los recuerdos de viajes y experiencias siempre vienen acompañados de ideas nuevas para trabajar. Finalmente, la búsqueda dio sus frutos y les presenté la imagen al equipo, como un acertijo por resolver. La respuesta fue la misma que me dio él cuando le anuncié la sorpresa, años atrás.
***
-¿Dónde es? - preguntó Max. Su voz no dejaba entrever ningún tipo de nervios, pero yo sabía que lo tenía desconcertado.
-Espera y verás - le dije.
La carretera serpenteaba frente a nosotros y el desierto seguía deslizándose a ambos lados. Yo conducía confiada, sabiendo que finalmente llegaríamos a destino. Poco a poco, el panorama iba revelando trazos de vegetación que se iban haciendo más frecuentes, hasta que apareció un camino que se desviaba a la derecha y lo tomé.
-¿Estás segura de que vamos por el camino correcto? - preguntó nuevamente Max.
Sonreí, engimática.
***
- Pobre. ¡Pero si lo habías secuestrado! - dijo Sofía.
Todos rieron.
- Estáis como él, no tenéis ni idea de a dónde le llevaba – dije, disfrutando de mis últimos segundos de misterio.
-Creo que tengo una idea de lo que pretendías - dijo Joaquín, acercándome su móvil. Miré el punto en el mapa. y luego a él. Joaquín y yo teníamos un punto de conexión muy potente cuando se trataba de narrar historias.
-¡Muy bien!
***
Sobre una madera, en grandes letras blancas se podía leer “Wild Horse Sanctuary” (Santuario de los Caballos Salvajes). Dejamos el coche cerca de la entrada y caminamos hasta la cabaña más grande, que parecía la principal del establecimiento.
-¿Dónde has descubierto este lugar?
-Mi abuelo lo visitó hace unos años y, por sus historias, siempre me ha apetecido venir - le respondí.
El Wild Horse Sanctuary surgió con un único fin: preservar el legado de California en forma de caballo Mustang. Son 2000 hectáreas de territorio salvaje, donde viven más de 300 caballos protegidos, conformando una gran manada. Ahora cualquiera puede visitarlos e imaginarse a esa California virgen del pasado, la originaria tierra de Calafia.
Mestengos o mostrencos eran los caballos de los conquistadores españoles que escapaban de sus establos y regresaban a la naturaleza. Abandonaban la cuña por el desierto, las herraduras por el sol y los estribos por la libertad.
-Hoy ya forman una raza propia - dije, mientras nos acercábamos a la cabaña. Me volví, al darme cuenta de que Max no me seguía. Había vuelto corriendo y ya me alcanzaba otra vez desenfundando una cámara de fotos analógica.
-Esto vale la pena registrarlo - dijo, sonriendo. Tengo que confesar que me gustó la sensación de haber despertado su instinto artístico, periodístico o de curiosidad infantil. Ese brillo en sus ojos lo había provocado yo y quería a toda costa mantenerlo.
Entramos en la cabaña y nos recibió una mujer y, tras una breve introducción, la contratamos como guía en una visita a caballo por la reserva.
-¿Has cabalgado alguna vez? - le pregunté a Max, mientras nos llevaban hacia los establos.
Él sonrió, nada más.
Dianne, nuestra guía, nos contó que aquí habitaban los pocos caballos domesticados de la reserva que acompañaban a los visitantes en paseos y rutas. A Max le asignaron un caballo negro y a mí uno blanco.
En cuanto me dieron las riendas me aproximé al animal y acaricié su cara y crines con cariño. Él, con una tranquilidad que apaciguaba, resopló, satisfecho. Cuando me di la vuelta para ver cómo se había llevado Max con su semental negro vi que ya lo había montado y que ambos observaban.
-¿Lista? - me preguntó, divertido.
***
-¡Ya sabía montar! ¿Quién ganará el desafío, Manuela o Max? ¿Apuestas? - preguntó Fernanda, riendo.
-Calla, que quiero saber cómo sigue la historia - la cortó Sofía.
-Yo apuesto por la jefa, seguro tenía un as guardado bajo la manga - dijo Joaquín, haciéndome sonreír.
-Bueno, pues bajo la manga precisamente no. Fue la reserva la que nos tenía algo preparado.
***
Los primeros Mustangs no tardaron en aparecer frente a nuestros ojos. Muchos vagaban por la vegetación en solitario, algunos pastando y otros simplemente disfrutando del sol. Eran de tamaño más bien pequeño y de cuello corto. Al ser descendientes de razas españolas que se mezclaron entre sí cuando retomaron la libertad, había especímenes de todos los colores posibles: blancos, negros, bayos y castaños.
Fue al pasar por una pequeña laguna que la vimos. Estaba bajo la sombra de un gran árbol tendida en el suelo. El movimiento de su pecho indicaba que aún respiraba. Dianne desmontó de un salto al verla y se acercó al animal. Tras una breve inspección volvió a nosotros.
-Va a dar a luz – dijo descolgando una gran bolsa de la montura de su animal y volviendo apresurada hacia la yegua.
Max desmontó de su caballo, me dio la cámara y las riendas y fue tras Dianne. Oí que le comentaba algo y ella asentía. Ambos se acomodaron la ropa y se arrodillaron frente al caballo. Ambos parecían saber muy bien lo que hacían. Comenzaron a tirar y en seguida salieron cascos, talones, carpos y paletas, hasta que finalmente apareció la cabeza. El resto del proceso fue muy rápido y el potrillo finalmente se tendió junto a su madre, que comenzó a lamerlo y a arrancar pasturas para limpiarlo.
Entretanto yo había desmontado asegurado nuestros caballos en una valla a la sombra y había vivido la escena absolutamente fascinada a una distancia prudencial. Max seguía al lado del potrillo, hipnotizado, y yo le enfocaba con el objetivo de su cámara. Lo vi tender una mano y acariciar sus pequeñas crines y hablarle dulcemente a la madre que descansaba tras el parto. Luego se levantó y vino hacia mí. Me cogió la mano y me pidió la cámara.
Tomó una foto que, para mi sorpresa daba la espalda a la escena de madre-hijo y mostraba solo a nuestros caballos.
Cuando le pregunté por qué no fotografiaba el nacimiento, Max se encogió de hombros y me dijo a modo de respuesta:
-Es que no quiero olvidarme esta historia, pero tampoco quiero robarles este momento.
Y me volví, observando a la madre acariciando a su pequeño, sabiendo que ese momento me acompañaría para siempre.