La primera piedra

Las historias siempre han sido para mí un afrodisíaco, una infinita fuente de posibilidades, desde donde mi creatividad se nutre y acrecienta. Es por eso que hago ejercicio de la mayor prudencia a la hora de desmenuzar los hilos de una narrativa. Si no freno mi instinto natural, puedo pasarme horas consumiéndolas, hasta terminarme un libro en unas pocas horas. A fin de cuentas, lo importante no es descubrir quién fue el asesino, sino el viaje en que el detective se embarca para desenmascarar al responsable.

Las pequeñas cajitas de Benita quedaron guardadas en un rincón de mi casa. Unas intensas semanas de trabajo me habían mantenido alejada de ellas, pero me había hecho una promesa: en cuanto pudiese las abriría de a una, y poco a poco reconstruiría la historia de Cap Sa Sal y los veranos de mi infancia.

Escogí una al azar y abrí la pequeña tapa de madera que protegía el contenido. Dentro había otro paquete envuelto en papel y cordel, que rápidamente procedí a desenvolver. Frente a mí cayó una piedra rojiza. La tomé y la pasé por mis manos, sintiendo su textura. El color era muy familiar; me recordaba a los ladrillos del hotel cuyas paredes y pasadizos de pequeña había caminando, corrido y recorrido junto a mis amigos. ¿Por qué Benita habría conservado algo tan banal con tanto ahínco?

Salí a tomar un paseo, y mientras observaba las copas de los árboles mecerse ligeramente con el viento, me dispuse a volver a esas tardes en la cocina.

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-¿Benita? -pregunté, mientras tomaba mi desayuno.

-Dime -me respondió ella, siempre paciente.

-¿Cómo se hacen los edificios?

-Pues, de abajo hacia arriba, Manuela - me respondió ella, siempre pragmática.

Reí, divertida.

-Sí, pero ¿quién decide qué parte se hace primero?

Benita se detuvo y se limpió las manos en su delantal, pensativa. Al sentir el sonido de la puerta del dormitorio principal, una expresión de alivio invadió su rostro. Mi abuela entró a la cocina, impecablemente vestida y perfumada. Nadie hubiera dicho que se acababa de levantar.

-Buenos días, Benita. Manuela, ¿has dormido bien? - saludó, mientras se sentaba frente a mí.

-Señora, buenos días. Estábamos conversando sobre edificios, ¿verdad, Manuela? - dijo Benita, mientras le servía un vaso de zumo de naranja recién exprimido.

-Sí. Abuela, ¿tú sabes cómo se hacen los edificios?

-Claro, los diseña un arquitecto y luego los operarios lo construyen. ¿Por qué?

-No, me refiero al orden en que se hace el edificio. Cómo se decide la manera en que se construye.

Mi abuela permaneció en silencio, sus labios fruncidos, pensante. Parecía divertirle la situación. Finalmente, una idea se cruzó en su mirada y dijo:

-Déjame que te cuente una historia; la historia de la primer palada.

-¿La qué?

-La primera palada. En los edificios importantes, esos que se construyen para que duren muchos años, como las Iglesias o los grandes hoteles, la primer piedra o la primera palada es muy importante, porque implica el comienzo de algo permanente, que va a quedar escrito en la historia. Por eso se hace una ceremonia y una persona muy importante es la que se encarga de colocarla, si bien luego no se encarga de la construcción.

Yo la miraba, embelesada por sus palabras. Benita también había detenido su labor y escuchaba atentamente.

-¿Has visto alguna vez una primera palada, Abuela? - pregunté.

-Pues ahora que lo dices, creo que no. Pero sí he visitado muchos lugares en los que sí se hizo al comenzar la construcción.

-¿Como cuáles?

Hubo un corto silencio en el que mi abuela bebió su zumo mientras pensaba.

-Hay un hotel por aquí cerca, en Begur, que ha sido muy importante y ha atraído a mucha gente. Benita cubre a veces turnos allí en la cocina. Y, si no me equivoco, la familia Andreu, los dueños del hotel, pusieron la primera piedra cuando se comenzó la construcción.

-¿En serio? - pregunté, mis ojos como platos.

-Sí. La familia Andreu ya era dueña de varios hoteles, dos en la montaña y uno en Barcelona, incluso - continuó. - Eran originariamente farmacéuticos, pero les gustaba mucho la hotelería. Estaban enamorados de la Costa Brava y siempre quisieron construir algo allí. Tardaron ocho años en construirlo. 

-Benita, ¿un día me llevas? Quiero ver la primera piedra - pregunté.

Benita rió.

-Si tu abuela lo permite, claro que sí. Aunque la primera piedra del edificio debe estar entre las rocas y no creo que puedas verla.


Al día siguiente, durante el desayuno, Benita se sentó a mi lado.

-¿Prometes guardar un secreto? - me preguntó.

-¡Claro! - grité, con el encanto que solo un niño puede tener ante estas cosas.

Benita enseguida me silenció con el dedo y comenzó a susurrar.

-Te he traído algo para que mires -me dijo, revolviendo entre los pliegues de su ropa. De allí sacó una piedra y me la tendió.

-¿Qué es? - pregunté.

-Es una piedra de los cimientos del sótano del hotel de Cap Sa Sal. He hablado con uno de los chicos de mantenimiento y me aseguró que es del mismo material que debería ser la primer piedra del hotel. 

La pasé por mis manos varias veces, analizando cada uno de sus vértices y curvas.

-¿Puedo quedármela? - pregunté.

-¡No! ¡He de devolverla! - me dijo. -Te la he traído para que la vieras.

-Benita, ¿puedes llevarme un día al hotel? ¡Por favor! -supliqué.

-Pregúntale a tu abuela.

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-¿Manuela?

La piedra se había desplomado al piso, rebotado sobre mi pie y, como si no fuera suficiente, atravesado un gran trecho del mercado en el que había terminado luego de mi caminata hasta detenerse cerca de un puesto de chuches. Yo, como siempre, absorta en todos los mundos distintos a este, me había sobresaltado al oír mi nombre, tan claro y dirigido hacia mí en un lugar en el que no me lo esperaba. Corrí hacia la piedra, dispuesta a disimular de la mejor manera mi lapso motriz, y al cogerla me di la vuelta, encontrándome con quien me había llamado.

A ojos de cualquier transeúnte parecía un simple ciudadano, pero yo veía a través de un filtro distinto. El brillo travieso en su mirada y la sonrisa inconfundible eran evidencia suficiente para mí para certificar que alguien había cometido una broma de mal gusto y había vestido de adulto a un gran amigo mío de la infancia. Pero la razón a veces le vence al recuerdo y los hechos se adelantan a los sentimientos. Allí estábamos, muchos años más tarde, ya adultos, pero siempre tan reconocibles.

-¿Andrés, eres tú? - pregunté. Saboreé la sonrisa que me arrancó pronunciar ese nombre.

-No puedo creer que estás aquí - dijo él y corrió a abrazarme.

Debo aclarar que suelo tener encuentros así de tanto en tanto. Muchos amigos siguen mi blog y se extrañan de verme en lo mundano de lo cotidiano. Piensan que debería estar perdida en algún safari en Kenia, o descubriendo los secretos detrás de la jungla atlántica. Pero bueno, serán gajes del oficio.

-¿Cómo estás, tanto tiempo? - me preguntó en cuanto nos separamos. -¿Vives aquí?

-Por la zona, sí - le respondí. -¿Tú qué tal?

-Muy bien, no puedo quejarme - me dijo. -Deseando tomarme vacaciones.

-Ya... -le respondí, abstrayéndome nuevamente a la mesa de desayuno de mi abuela y a Benita y la piedra que tenía entre mis dedos.

-Igual nunca serán como aquellos veranos que pasábamos de pequeños. ¿Te acuerdas?

-¡Claro que me acuerdo!

-Cómo molaría volver a pasar todos aunque fuera una tarde allí. ¿No te parece?

Sonreí y apreté la piedra con más fuerza.

-¿Sabes qué, Andrés? Creo que me has dado una muy buena idea...