La vida que uno se fabrica es conocida, pequeña y confortable, pero cuando empieza a hacerse agobiante, puntiaguda, y estrecha, hay que buscar un cambio. Hay que tirar la vieja y fabricarse una nueva con atardeceres naranjas, risas anchas y vertigo en el corazón. Elizabeth Bishop dejó su aburrida y estéril zona de confort y zarpó en busca de nuevas tierras donde plantar renovadas emociones, unas que le devolviesen sentido a su vida estancada. Planeó un crucero que la llevaría a diferentes puertos y lo que no sabía es que en el primero pasaría más de diez años.
Río de Janeiro es una ciudad vibrante y caliente. El ritmo de la sangre carioca retumba en las calles y en sus gentes. La naturaleza se cuela por las ventanas de la vida diaria a golpe de tambores y silbatos y lo invade todo. Bishop descendió del barco que la traía de Nueva York el 30 de noviembre de 1951 minuciosamente vestida con falda tableada y camisa de seda de inspiración decimonónica, zapatitos abotinados de medio tacón, con su piel blanca poco amiga del sol y sus modales ingleses bien asumidos desde la cuna. No solo sintió el calor húmedo del trópico en su rostro en el momento de pisar tierra firme, sino también el choque de dos universos que no hubiera concebido jamás en el mismo planeta.
Las pieles tostadas y brillantes de sudor, los saludos cálidos y el lenguaje húmedo obraron en ella una incomodidad morbosa, que la llevaba a desear con la misma fuerza volver a su camarote del barco como adentrarse en ese tumulto de cuerpos danzantes.
Esa misma ciudad es la que me recibe hoy, que llego de turista dispuesta a resolver un rompecabezas familiar. Apoyo mi frente en el cristal del coche que me lleva al centro y procuro verla a ella, triste, blanca y antigua, sumergiéndose en esa tierra sensual, insolente y colorida. No puedo evitar que una sonrisa se dibuje en mis labios. Elizabeth Bishop buscaba una vida más emocionante y no sabía que esta entraría tan rápido por su piel transparente y sedienta. No se sabía tan permeable.
Cruzo la puerta de la que será mi habitación por unos días y me acerco a la ventana. Una voz dulce de mujer sube desde la calle. Canta una vieja canción que alguna vez oí en el salón de casa de mis abuelos en Barcelona. Ella otra vez, mi abuela marcándome el camino, dejando migas de pan y dándome cobijo. Sé que hace 67 años ella estaba aquí, dejando que la cuidad obrase su bienvenida igual que ahora conmigo.
La siento respirar. Las arterias de sus calles transportan los nutrientes de la cultura, que con su fervor y su efervescencia la hacen única e irrepetible. Quién sabe, quizás entre sus calles se esconda un momento, o una idea, que me cambie la vida como se las cambió a ellas.