ÉRASE UNA VEZ UN CASTILLO...

Somos castillos, cuerpos que han vivido muchas vidas y revoluciones, edificios llenos de pasillos secretos que esconden recuerdos y misterios. Somos paredes llenas de memoria, cuadros silenciosos que observan y cuentan a quien quiere oírlas, historias de vidas intensas. Somos un lugar estratégico en la colina que domina el paisaje y el río, dueñas de amanecer, tormentas y ocasos, y como tal, las vemos venir y nos preparamos para ello organizando bienvenidas cuando queremos festejar y compartir, o bajamos las compuertas cuando lo que necesitamos es protegernos de los peligros, sean enemigos disfrazados, angustias galopantes o pandemias inesperadas.

Somos la necesidad de volver a empezar constantemente, de reponernos, de curarnos, cuadrarnos y ponernos en pie, majestuosas ¡Muchas veces somos tan distintas a como nos ven! Frágiles y suaves cuando nos perciben de piedra y hierro, o estrategas y laberínticas cuando creen descubrir un flanco desprotegido.
Somos reinas, princesas, doncellas y plebeyas. Somos sabias, magas, brujas y fantasmas. Somos dragones, guerreras con armadura, rosas con espinas, la espada y el foso.
Somos las historias que han pasado de padres a hijos durante generaciones, las jamás contadas, las que no se saben, las que se adivinan, las que se temen. Somos el Castillo de las princesas que sueñan en la infancia, y los castillos en el aire que construimos de la nada en nuestros más ambiciosos delirios. Somos hechas de arena mojada en un atardecer en la playa. Somos parte de los cuentos, las leyendas, las fantasías, el pasado y el futuro.
Somos fortalezas, somos hogar, somos puntos de referencia para quienes viajan, y por supuesto, somos coleccionistas de historias, como lo son y han sido siempre los castillos.

Érase una vez un castillo que fue testigo del nacimiento de uno de los elementos clave de la repostería actual, la famosa crema Chantilly. Sucedió en 1671 en el castillo con su mismo nombre y a manos del ya conocido como Gran Vatel, cocinero y maitre francés, pero también el primer precursor del arte de organizar eventos gastronómicos.
Ante 2000 integrantes de la corte del Rey Sol, Luis XlV, Vatel debía dar forma al que fuera El Banquete de los tres días. Los menús, espectáculos que los acompañaban, decoración, vestuario del servicio, música, puestas en escena, todo estaba a su cargo. Su legado, por tanto, no fue solo la deliciosa crema que nació como un afortunado accidente al agregar azúcar para sustituir huevos en mal estado, sino la habilidad e ingenio de agasajar, y el talento de alinear el protocolo a la altura del ya sofisticado arte culinario francés.


Como nota trágica, agregar que Vatel se quita la vida al tercer día del famoso banquete ante la noticia de que el pescado encargado para la última jornada no llegaría. El pescado finalmente llegó, y el festín fue un éxito en todos los sentidos, solo que su artífice ya no pudo verlo.

Érase una vez un castillo dedicado a las mujeres, El Castillo de Las Damas, situado en el valle del Loira, y se llama así no solo por su elegancia, sino porque fueron diferentes mujeres y su persistente lucha a lo largo de los siglos, las que lo construyeron, lo salvaron de ser derribado, lo cuidaron, ampliaron, y le dieron un papel relevante en las ocasiones más importantes de la historia del país, siendo hospital de campaña en la I Guerra Mundial y salvoconducto para judíos y franceses que escapaban de los nazis en la Segunda.

Érase una vez un castillo, el Chateau d’Herouville, cerca de Paris, cuando ya no era época de reinados, ni dragones ni quimeras, que albergó a otro tipo de reyes, los aglutinadores de masas del siglo XX, los reyes del pop y el rock. Dentro de sus centenarias paredes se grabaron las canciones más bellas de nuestra época: “The yellow brick road”, “Candle in the wind”, de Elton john, o “Staying Alive” de Bee Gees.