Los días que me quedaban en Petrópolis los pasé caminando y escribiendo. Sentía que la visita a esta ciudad había liberado mi creatividad, que fluía de las yemas de mis dedos llenando páginas y páginas de ideas. Lota, Elizabeth, Portinari, Dorothy Draper… texturas y colores se agrupaban en mi cabeza y lentamente se trasmutaban al papel, guiados por mi abuela, con la que me sentía más cerca que nunca.
Fue entre esos sueños de lino y de terciopelo que caminaba, mientras escribía estas palabras, por el centro histórico de Petrópolis. Aquí todo es impresionante; aquí lo colonial, lo histórico y lo imperial abraza a la naturaleza de una manera única, demostrando que no todos los opuestos se repelen. Me había encantado el Palacio de Cristal, una estructura que nada tenía que envidiarle a las similares en Londres o en Madrid. Se trataba de un regalo del conde d’Eu a su mujer, la princesa Isabel, que hoy se había convertido en un símbolo de libertad y de igualdad, ya que fue allí donde se liberaron los últimos esclavos de Petrópolis (y del mundo) y donde empezaba una nueva era para el mundo occidental.
También visité la casa de veraneo de Santos Dumont, uno de los padres de la aviación. La historia, como en toda esta ciudad, brotaba de las paredes de este pequeño edificio. Ubicada sobre una pequeña elevación, con solo visitarla puedes ver el don de la creatividad que caracterizaba a este aventurero de los cielos. Un supersticioso nato, Santos Dumont creía que a toda estancia uno debe entrar con el pie derecho, para evitar los malos comienzos. Fue por eso que modificó los escalones que llevaban a su casa para que cada persona subiera de la misma manera, y así terminaran cruzando el portal con el pie derecho.
¡Cómo disfrutaba de esas pequeñas supersticiones! Incluso hoy suelo escribir en mis cuadernos de viaje todas las que voy recolectando por el mundo. Las trato como tesoros, que disfruto coleccionar. Esto había sido una gran herencia de mi abuela, que también las atesoraba y las cumplía a rajatabla, sobre todo las relacionadas con las comidas. Recuerdo cómo me obligaba a tomar la sal que se derramaba sobre el mantel y tirarla detrás de mi hombro derecho; o cómo de pequeña me excluía de los brindis, ya que no se podía brindar con un vaso de agua.
Mientras caminaba por la casa-museo de Santos Dumont, sentí su presencia nuevamente. De haberse conocido, se hubieran llevado muy bien. Mientras deambulaba por las estancias, iba anotando todas las costumbres extrañas de este piloto que veía inscriptas en los paneles de información. Cuando llegué al comedor, me detuve ya que había desenterrado un recuerdo.
A mi abuela le encantaba decorar las cenas con velas. La luz danzante que emitían al encenderse era para ella el complemento perfecto a cualquier vajilla. Yo siempre fui una candidata dispuesta y feliz de ayudarla a armar esos ambientes. Durante una de esas puestas a punto, descubrí cómo cada vez que quería encender una vela, se acercaba a la puerta del comedor y se escondía detrás.
- Abuela, ¿por qué te escondes detrás de la puerta para encender la vela?
Ella me guiñó un ojo.
- ¿Puedes guardar un secreto, Manuela?
- ¡Pues claro que sí!
Con un ademán de la mano me pidió que me fuera hasta allí y se acercó a mi oído.
- Cuando estuve en Brasil, una gran amiga mía hizo una cena muy importante. Mientras la ayudaba a preparar todo, como me has ayudado tú aquí, cuando fui a encender las velas, me detuvo y me llevó hasta detrás de la puerta. “Solo así puedes apartar el mal de ojo”, me dijo. Desde entonces, siempre he hecho lo mismo.
Yo también la había imitado a partir de ese momento, feliz de sumarme a la diversión. Era bonito pensar que días atrás había estado en el comedor donde probablemente había sucedido esa historia.
La casa de Santos Dumont supuso mi última parada en Petrópolis. Cargué mi maleta al coche con cierta melancolía, prometiendo volver, como hacía con cada uno de mis destinos. Sabía que aquí dejaba una parte importante de mí, y que a cambio me llevaba otra, una magia llena de ideas, colores e historias. Pero el final aún no aparecía en el horizonte. Una búsqueda tenía pendiente en mi camino: buscar las huellas de Lota y de Elizabeth en Río de Janeiro.