El Chef del hotel se había fugado, loco de amor, en el barco de un magnate
(aunque después volvió con el corazón partido). Frank Sinatra enfurecía de
celos porque Ava Gardner se lo pasaba bien con otros (hubo un famoso
cachetazo), y cuando le pregunté a mi abuelo si en aquella época sentía celos
de Rock Hudson (admirador de las dotes culinarias de mi abuela), él soltó una
carcajada y me dijo: Rock Hudson me prefería a mí...
Alguna vez he leído que a los niños hay que aportarles respuestas en la
medida que ellos formulan preguntas, y hubo un verano en que las
conversaciones de siempre empezaron a afectarme de otra manera. De
repente me resultaba difícil ignorar las charlas de los adultos, pasar por alto los
detalles y los cotilleos. Me costaba no indagar en los silencios, rubores y
miradas que desataban las anécdotas de antaño que se oían en el salón de
casa de los abuelos en Cap sa Sal.
Ava Gardner y Frank Sinatra era de los temas más recurrentes, porque el
abuelo siempre la había adorado, como el resto de los hombres del planeta,
supongo. Mi abuela sí que estaba celosa de esa adoración, porque al ser ella
tan coqueta, ese portento de fémina la dejaba desarmada. Él reía y le decía
algo así como, “tú ya tuviste a Rock Hudson, déjame un poquito de Ava”. “Ya
sabes que las mujeres no le llamábamos la atención, salvo para cocinar a su
lado… Si tú te quedas con Ava, yo tendré que consolar a Frank”, sonreía mi
abuela irónica.
Al parecer Sinatra y Gardner protagonizaron en su día decenas de capítulos de
una historia de amor tortuosa con la Costa Brava como telón de fondo. Ava,
que había encontrado en este país un parque temático irresistible, con sus
toreros, sus fiestas de sociedad, y su vino tinto, no pensaba dejar de disfrutarlo
sin medidas, y así se lo hacía saber a Sinatra, que venía a aguarle la fiesta una
y otra vez. “España es como yo, caprichosa, rural y salvaje”, declaraba la actriz,
y los españolitos se rendían ante su mirada ardiente, su cuerpo generoso y su
facilidad para vivir la fiesta hasta perder el sentido.
Mi imaginario estaba despoblado de según qué temática y era hora de resolver.
¿Por qué los adultos perdían la cabeza de esa manera cuando se trataba del
amor? ¿No se suponía que los años les dotaba de raciocinio y sentido común?
¿por qué nunca nadie había hablado en casa de las relaciones entre dos
hombres o dos mujeres? ¿Por qué de pronto resultaba que el amor no era para
siempre y que la fidelidad no era un estatuto intocable, sino más bien, una
goma flexible que se enseñaba como sólida, pero trampeaba sin ningún tipo de
pudor?
Muchas preguntas y poca paciencia por parte de mis mayores para calmar mi
repentina curiosidad hacia estos aspectos que ya no pertenecían a la infancia.
Casualidad o no, el abuelo empezó a ofrecerme una plaza en el coche que
llevaba y traía a diario a Benita a Cap Sa Sal, y ahí es donde los conocí a ellos,
mis amigos, los chicos y chicas con los que compartí los veranos más bonitos
de mi vida. Las aguas nos vieron nadar horas y horas seguidas, las playas al
atardecer presenciaron nuestras charlas, en las que fueron apareciendo las
respuestas a tantas preguntas sobre el amor. Me enamoré y desenamoré
varias veces, con ellos a mi lado, y al final, de uno de ellos, y el mar me guardó
las lágrimas cada vez que se me partió un poco el corazón. Vinieron otros
maravillosos veranos en tantos otros exóticos y lejanos parajes, pero ninguno como aquellos, donde seguíamos siendo niños, pero nuestro asomar al mundo de los adultos nos provocaba un vértigo adictivo. Un camino sin retorno hacia la
adolescencia y el mundo adulto, pero gastando hasta la última gota de lo que
nos quedaba de niñez.
Marc, Astrid, los gemelos Sophie y Guillaume, Andrés, Mary y Jacob, mi
pandilla, Los Super Ocho, mis compañeros de aventuras, los y las que
ocuparon un lugar en mi alma que nadie pudo substituir, porque esos años de
transición dejaron por el camino una piel, y crearon otra nueva, y ellos se
convirtieron en mis cimientos, aunque, pasado el tiempo y la vida, no les
volviera a ver nunca más.
Supongo que es por este motivo por el que se dice que “never say never”, o
nunca digas nunca jamás, porque la vida da muchas vueltas, y el “Nunca más”
empezó a desdibujarse el día de mi encuentro con Andrés en el mercado.
Vernos las caras y reconocernos a través de las décadas de nuestra piel
produjo una reacción inesperada y despertó el espíritu dormido de Los Súper
Ocho. Nada que ver con los amigos y antiguos amores que Facebook me ha
ido devolviendo, sino algo que se merecía ser vivido y celebrado. Algo
maravilloso empezaba a formarse en mi imaginario: Cap Sa Sal volvería a
vernos juntos una vez más. Ese pasaría a ser mi nuevo cometido.